martes, 3 de julio de 2007

Millones de formas de estar desnudos por Cippolini

Apuntes sobre Fantasy, de Yamandú Rodríguez


Podríamos comenzar por definirnos así: somos la única especie (animal o no) que se desviste. Por supuesto, nos resulta tan imprescindible ponernos la ropa como sacárnosla. Es algo que todos hacemos millones de veces a lo largo de nuestras vidas. Algunos fanáticos (los nudistas) proponen una economía al respecto, que no es nada distinto al diseño de un pacto diferencial con nuestras anatomías.


¿Nos vestimos para desvestirnos o al revés?


Sin embargo, hay quienes se encargan de fabricar dispositivos para eternizar el ritual y multiplicar sus efectos y sentidos. Cada uno centrífuga en su memoria, en nuestro personal banco de imágenes, decenas de estéticas que la industria del desnudo capitalizó durante décadas y décadas y desde todos los medios imaginables. Examino rápidamente mi cabeza y enseguida enumero un staff multiforme en el que se entremezclan los heterogéneos estilos de Betty Page, Playboy, Divito, Armando Bo, Pier Paolo Pasolini, Guido Crepax, Russ Meyer, Tinto Brass, Antonioni, la tapa de Electric Ladyland de Hendrix, Milo Manara, Moana Pozzi (¡cuantos italianos!), Stanley Tunick, Traci Lords, Altuna y muchísimo hentai, para citar sólo unos pocos ejemplos que barajan a discreción el más alto arte con el kitsch sexuado.


La imaginación hace el resto.


El casting de Yamandú Rodríguez nos vuela la cabeza precisamente por eso: vuelve doméstica la sensación de que no existe una desnudez, sino millones.


Ya lo sabemos: cada cuerpo enuncia lo suyo y no hay nada que eluda su manifestación. Como señala Angela Carter “nuestra carne nos llega desde la Historia, como todo. Podemos creer que copulamos libres de todo artificio social; en la cama hasta nos parece tocar los fundamentos mismos de la naturaleza humana. Pero nos engañamos. La carne no es un universal humano irreductible.”


Nos quitamos la ropa, toda la ropa, y no nos despojamos de nada. Todo permanece en su sitio: las dificultades psíquicas y morales de nuestra clase social, las peripecias de nuestras familias, las dudas, nuestros deseos sexuales y existenciales, la ansiedad y el temor, los zigzagueos de nuestras biografías, nuestras oscilaciones económicas, no hay nada que no pueda leerse en nuestra piel, en nuestros pliegues, cavidades y miembros. Una enorme mayoría de nuestras elecciones permanecen culturalmente inscriptas en esta, nuestra materia.


Hasta donde tengo noticia no existe aún ninguna Historia Cultural del Desnudo, es decir, un relato entre enciclopédico y antropológico que pueda leerse como la inversión exacta de Le Costume Historique - aquellos clásicos seis volúmenes de Albert Racinet publicados a fines del siglo XIX-, o sea, ya no una narración plural de las formas y costumbres del vestirnos, sino más exactamente sobre las peripecias y estrategias del desvestirnos.


Bueno, sin esta promesa jamás hubieran existido los voyeurs.


Así es: los atuendos nos singularizan, nos constituyen, organizan las maneras sociales en las que seremos visualizados, entendidos, interpretados y hasta valorados. Las prioridades de nuestros desvestirnos son aún más enfáticas; con ellas una y otra vez subrayamos la axiología de cómo nos inventamos, la complexión última del personaje que interpretamos.


La publicidad del rito incentiva su masificación. Parémonos sólo unos minutos frente a cualquier kiosco de revistas de la ciudad: los desnudos, ya parciales o totales, vencen. Abruman numéricamente. Lo mismo que las películas, excepcionales son aquellas que no lo incluyen.


Por esto mismo, singularizar esta situación es uno de los mayores desafíos que puede elegir un artista.


Creo recordar que en uno de sus carnets Michel Tournier se refirió a ciertos indicios de desnudez que se descubren en los retratos de una cara; diversamente Yamandú (de quien adoptamos su nombre de pila, como ya hicimos con Macedonio, Beck o Björk) propone que examinemos -como si se tratara de un iceberg- la porción que habitualmente creemos más sumergida. Es el gesto que determina la separación de los hemisferios: lo público nos encuentra cubiertos de aquello de lo cual nos despedimos con el íntimo movimiento de despojarnos de todo lo que obstaculiza la observación de nuestra piel.


Nos desvestimos para nosotros mismos, incluso cuando lo hacemos para otros.


Seguramente desobedeciendo la intención de su autor, las mejores imágenes de Yamandú nos disparan hacia el ranking invulnerable de nuestra memoria afectiva. El mío es elemental y moderno, un top two: L'origine du monde, la pintura de 55 x 46 cm que Gustave Courbet pintó en 1866 (un escorzo del cuerpo de su amante, la pelirroja Joanna Hiffernan, donde el sexo ocupa el primer plano) por encargo para Jalil-Bey, embajador turco en París y que mitificaron desde Théophile Gautier a Jacques Lacan, quien compró la obra como obsequio para su mujer Sylvia, así como la canción Chelsea Hotel nº 2 que Leonard Cohen escribió rememorando un encuentro con Janis Joplin que hoy es leyenda y poema.


Es decir, un título que lo dice todo (la mejor lección de retórica) y un par de versos que me perseguirán por lo que me reste de vida.


Rafael Cippolini
curador invitado
Otoño de 2007

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